Oración fúnebre en el funeral de Mons. Miguel Ángel Builes

Jesús Emilio Jaramillo Monsalve mxy

Sonaban afanosos los molinos triturando el oro. Se oía la canción monótona del agua. Pero de repente el molino se paró para siempre, despertando a quienes vigilaban la cosecha del oro.

Así fue el Señor Builes: Un molino que trituraba el oro de la gloria de Dios. Nos habíamos acostumbrado a escuchar el compás de esos infatigables pisones. A escuchar la monotonía de esa agua. De súbito, hermanos, se detuvo el molino y quienes dormíamos nos despertamos. Sólo en ese momento helado de la muerte supimos lo que valía el molino. Sólo ahora nuestro oído interior siente la nostalgia de esa agua.

Hermanos: En este augusto silencio saboreemos la dulzura de unas simples palabras, prolongación de nuestras personas. Son ellas » tuyo» y «nuestro». Gritemos a los vientos: Se murió mi padre. Se murió nuestro padre. ¡Qué hermosamente entendieron estos vocablos los antiguos!

En «La Ciudad Antigua» , de un autor francés, se nos cuenta que el derecho de propiedad nació del culto de los muertos. «Cuando alguien moría, sus parientes, prolongaciones su sangre, no se resignaban a perderlo para siempre. Había que retenerlo de algún modo. Él era suyo, prolongación de su misma existencia. Por esto compraban un lugar para levantar el sepulcro, junto a la casa familiar, o en los campos aledaños, cercando la sepultura con linderos bien definidos. Nadie podría desalojarlos de allí. Ese lugar era suyo ¡Lo habían consagrado en propiedad con las cenizas de sus muertos! Muy pronto se fueron multiplicando las parcelas funerarias. Ya había nacido la ciudad de los muertos, pedestal de la ciudad de los vivos.»

¿No nos enseña esto mismo la Biblia?

Estamos viviendo la Historia de la Salvación. Vamos de camino al más allá, hacia la Tierra de Promisión. Para poseerla hay necesidad de adelantar las arras. ¡Las arras son las cenizas de los muertos! Por esto los viejos patriarcas disponían que sus huesos fueran llevados al sepulcro de sus antepasados. Mirad, si no, el libro del Génesis: «Luego Jacob les dio a sus hijos este encargo: Voy a reunirme con los míos. Enterradme cerca a mis padres, en la cueva que está en el campo de Efrón el hitita. En frente de Mambré, en el país de Canaán en el campo que compró Abraham como propiedad sepulcral. Allí fueron enterrados Abraham y su esposa Sara. Allí fueron enterrados Isaac y su mujer Rebeca. Allí enterré yo a Lía. Es el campo y la cueva que yo compré» (Gn 49, 29-31).

En la vida de cada persona y de cada comunidad se realiza un capítulo de la Historia de la Salvación. En nuestro camino surgió un día la gloriosa figura del Señor Builes y empezamos a brotar de su corazón como renuevos espirituales de una mística primavera. Desde entonces él adquirió el derecho de propiedad sobre nosotros. Por lo cual solía llamarnos «mis hijos». Y nosotros adquirimos el derecho de propiedad sobre él, que nos autorizó para llamarlo » nuestro padre».

Si fue nuestro en la vida ¿por qué no lo será ya muerto?. Nadie puede quitarnos la propiedad de estos santos despojos que son nuestra herencia.

Peregrinos hacia el Padre, tomemos estas santas cenizas, que son nuestras y caminemos hacia la tierra del más allá. Atravesando el estrecho y sombrío pasa de la tumba, mojonemos con ellas la Tierra de Promisión. Llevemos con el amor de los patriarcas bíblicos esos amados despojos y depositémoslos como arras, en la tierra que al final del tiempo serán nuestra herencia definitiva.

¿Veis, hermanos, cómo sí valía la pena detenernos un instante, mientras se ha detenido el molino, para saborear hoy la amargura de la palabra «mío»?

Nos cuenta Kazantzakis, en una de sus novelas, de un viejo pope, magro y sibilino, que acompañaba al pueblo griego desarraigado, llevando a cuestas de aquí para allá, sin abandonarlo jamás, un pesado zurrón. Un día se detuvieron los caminantes en un sitio de escarpadas breñas, para empezar a edificar la ciudad anhelada. Sólo entonces el anciano pope descargó el pesado morral y, ante el asombro de todos, descubrió los huesos de los antepasados que servirían de basamento a la ciudad ideal.

De parecida manera, tomamos ahora sobre los hombros los despojos mortales del Señor Builes, para iniciar el último desfile, río melancólico que se perderá bajo la tierra del sepulcro. Con gozo depositaremos estos huesos en el hoyo negro, seguros de poner las bases para la ciudad viviente que anhelamos, la Jerusalén celestial del Apocalipsis.

Hermanos: ¡Se paró el molino. Se agotó la acequia. Cayó por tierra el árbol añoso. Emigró, allende el mar de la muerte, el ave que cantaba al amanecer de Dios!

Antes de sepultar este augusto cadáver, tratemos de sintetizar el espíritu que lo animó, para hacer un vademécum que nos consuele en nuestro peregrinaje.

La espiritualidad del gran obispo se cifró en la oración. Ella fue su dinámica, el nervio de sus heroicas empresas, el consuelo en el fragor de la contienda. La plegaria, como un río, horadó hasta las más profundas oquedades de su conciencia. Y su oración encontró un símbolo: El Rosario.

Mientras realizamos el fúnebre desfile, entre el lamento de las campanas y la melancólica monotonía de las bandas de guerra, recordemos la leyenda del «Loco del Ave María».

En una ciudad de Italia, apareció una vez, un pobre mentecato que del vocabulario sólo conocía las palabras de Ave María. Cuando el sol quemaba y el agua le calaba los huesos, sólo decía: ¡Ave María!. Cuando al implorar una limosna, le golpeaban la cara con los portones de las casas, volvía a repetir: ¡Ave María!. Si los muchachos burlones le arrojaban guijarros, su única respuesta era: ¡Ave María!.

Un día murió el loco. En una lluviosa mañana lo enterraron. Pasaron muchos soles. Cayeron muchas lluvias. Pero una tarde, ante el asombro universal, de su tumba surgió una plata exótica. Y en sus grandes hojas desplegadas al viento, los atónitos ojos pudieron leer esta leyenda: Ave María.

Cuando Monseñor Builes pensó en sus fundaciones no supo decir sino el Ave María. Cuando recorrió todos los caminos de la patria implorando limosnas golpeaba las puertas con el Ave María. Cuando los pedruscos de la política golpearon su pecho de diamante, respondió con el Avemaría. Cuando las penas morales le mordieron el alma, su lamento fue el Ave María. Cuando la noche invadió su espíritu, como bruma que hiela y vela la cresta de los montes, se paseaba en su alcoba, acompasando sus pasos con la canción del Ave María.

Hermanos: Con respeto tomemos este cadáver y depositémoslo en la tumba como una semilla. No es hora de llorar. ¿No es esta una ceremonia pascual?. Esperemos. Pasarán muchos soles. Caerán muchas lluvias. Pero algún día, ante el asombro de todos, de esta semilla surgirá una planta en cuyas hojas leeremos asombrados también: Ave María.

Hermanos, ha muerto el loco del Ave María
Santa Rosa de Osos, 30 de septiembre, 1971

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